TAUMATURGIA, ARTE DE LA PINTURA

ÓSCAR ALONSO MOLINA

La santa parecía preocuparse menos que cualquiera por la resurrección de los cuerpos, aunque hubiera deseado ver el suyo incandescente de cólera divina hasta en las penas eternas, incandescente de lo que no era a sus ojos más que el supremo amor.

-Pierre Klossowski-

Tuvo la suerte de estar de este lado del mundo.

-Pascal Quignard-

En un escrito autobiográfico, Javier Melguizo (León, 1971), cuenta con bastante detalle cómo durante sus comienzos como artista, en la soledad del primer estudio de juventud, se enfrentó infructuosamente a un tiesto con una planta algo mustia y no demasiado hermosa, sin conseguir captar la esencia de aquello que había dispuesto frente a él para pintarlo y que, bañado por una luz maravillosa, con el entusiasmo de aquella época, parecía en principio perfectamente al alcance de sus posibilidades. Aun así, confiesa derrotado su incapacidad para lograr lo que buscaba, para aprehender la esencia de tan sencillo y asequible motivo, hemos de suponer que porque ya entonces sus ojos buscaban algo más, o algo más allá, de lo que muestra la cara visible de las cosas, incluso de las más humildes y cotidianas. “No pude encontrar los colores necesarios para aquella maceta y aquella planta, cualquier aproximación realista me resultaba tremendamente falsa. ¿Cómo mostrar la maravilla que se extendía ante mis ojos en olas de luz, sólo con los medios de que disponía, nada más que con pinturas y colores materiales? Ningún color podía dar respuesta a lo que veía, ningún resumen en formas definidas podía hacer justicia a ese infinito imposible de resumir. Quizá habría habido una posibilidad si se pudiera pintar directamente con luz.” Pintar directamente con luz… pero, ¿luz para dar a luz a la luz, Javier?, ¿no resultaría acaso cegador el resultado, excesivo y casi intolerable, sobre todo para el Creador…? Porque el arte, no lo olvidemos, implica una suerte de velo tangible, de opacidad aplicada sobre la superficie del mundo; cierta mengua, la voluntad de restar dimensiones a lo real para poner de relieve la falsedad de su condición y el ostentoso poder engañoso de aquello que es manifiestamente apariencia. En caso contrario, renunciaríamos a él, al arte, para dar a luz a un hijo, injertaríamos las ramas de un árbol, amasaríamos una mezcla y esperaríamos mientras levase antes de cocerla, nos embriagaríamos con la danza, la risa, la fiesta o el sexo, con la fermentación de los alcoholes…

Por eso parece determinante que en fecha tan temprana Melguizo renunciara con tanta consciencia al realismo: declinó de colocar su caballete frente a los objetos del mundo y optó por situarlo mirando hacia dentro de sí mismo, fuera lo que fuera lo que esto implicaba. Fue entonces cuando descubrió que era más realista pintar los objetos que existían en su interior: “De alguna forma eran también bodegones, puesto que se asemejaban a objetos desplegados en un espacio, pero en un espacio inmaterial, y esos objetos se correspondían con algo que sucedía dentro de mí, y que a su vez parecía tener un correlato externo…”

Yo creo que con ello queda dicho prácticamente todo para entender el curioso efecto de vaivén que en este punto provoca la pintura de este artista. Las cosas, las figuras están ahí, las reconocemos y pueden ser nombradas sin dificultad en la mayoría de los casos, pero a todas luces algo pasa tras ellas. He dicho bien, “tras” y no “por” o “con” ellas, pues no me refiero tanto a que su narración se presente hilvanando motivos iconográficos, símbolos, formas retóricas que remitan a significados más o menos arcanos donde los gestos y las posturas, los objetos y los personajes sean la “traducción” de cierta idea cifrada, codificada, cuanto que por el contrario se deduce, se presupone, se nota la curiosa disposición mental –o anímica- que el artista ha adoptado para pintar lo que ocurre en ese universo figurativo y narrativo un tanto extraño y no menos perturbador. La reducción iconológica o la lectura simbólica en este caso resultan, pues, formas de empobrecer palmariamente lo que no sé si atreverme a llamar un acontecimiento psíquico… Porque en el conjunto de rituales grupales que vemos representados en sus cuadros, en esos desnudos, cuerpos que se abren, paren, sangran y copulan, se concreta una intensa vivencia de lo que supone sea crear una imagen, traerla al mundo y hacerla visible para los demás. Desde la escritura, Pierre Klossowski dijo alguna vez de sí mismo: “No soy ni un «escritor», ni un «pensador», ni un «filósofo»: he sido, soy y seguiré siendo un monómano, alguien que privilegia una y otra vez, incansablemente, una única escena: la escena de un cuerpo que se entrega a la mirada de otro.” Pues así también en el caso de Javier Melguizo.

“Efecto de vaivén”, decía un poco más arriba, aunque acaso fuera más preciso hablar de efecto estroboscópico por el cual la realidad parece al mismo tiempo estar y no estar ahí, delante de nuestros ojos. No es algo que dependa del naturalismo como técnica, sino de lo plausible de la estructura narrativa. La de estas imágenes tan complejas evita lo lineal, con su desenlace final, e incluso en aquellos pocos cuadros donde la escena aparece ocupada por un único personaje el efecto un tanto alucinatorio del conjunto resulta evidente: se parte de lo conocido, de porciones o conjuntos viables, para alcanzar un todo al borde del desasosiego, la incredulidad, lo anómalo. Esto es sin duda la herencia de espíritu surrealista que tanto atrajera a Melguizo al comienzo de su trayectoria; no obstante, lo que se manifiesta en estas obras recientes es con mayor frecuencia lo desacogedor, la inquietante extrañeza (Unheimlich) ofrecida por el rostro de la realidad cercana, de lo más familiar, y no tanto el puro disparate o la característica concatenación irrefrenable y sin mediación del sentido entre imágenes, tan propia del surrealismo.

Basta con mirar lo que le pasa al cuerpo humano en todas estas representaciones suyas, donde el desdoblamiento entre lo que puede y no puede hacer, lo que siente y lo que imagina, lo que vemos y lo que oculta, lo que dice y lo que reprime, termina por convertirse en un espectáculo alucinógeno, en el cual actúan por igual el eros, la muerte y la transgresión. No hay una moral convencional que pueda deducirse de estos cuerpos, cuyas relaciones parecen establecerse por medio del sueño o de oscuros actos rituales. Una conciencia moribunda se extiende de ellos hacia nosotros, y en semejante narrativa incompleta, balbuciente y casi psicodélica, asistimos a situaciones diríamos propias del pensamiento mágico o del mito. Se trata de un efecto muy similar al que se tiene en Occidente contemplando las escenas sagradas de la cultura india, atravesadas de un erotismo explícito y una crueldad pasmosa.

En efecto, un vasto repertorio de misticismo atraviesa, se despliega sin disimulo en estas obras, en las cuales aureolas, cálices, llagas y rayos luminosos, junto a crucifijos, ángeles y santos, se alternan con maestros yoguis, las apariciones con las revelaciones. Es la apoteosis de que algo fuera de lo común va a suceder en el seno de lo acostumbrado: una anunciación que corte en dos el plano del infinito, de nuestra existencia banal… De hecho, la contemplación de estas obras ya cumple de alguna manera esa función, y no porque el relato que organizan nos aleccione sobre ello –la iconografía no es el camino, insisto-, sino porque es tan manifiesto que el autor ha gozado de una suerte de “visión” capaz de atravesar las apariencias (ignoramos si por medio de un estado de gracia, practicando la meditación, el vaciado del yo o recurriendo a otros medios más heterodoxos), que lo excepcional ya ha empezado a cobrar forma en la misma superficie que miramos.

Estas obras se atienen a la lógica del arte visionario, iluminado, cierto es, donde las visiones paralelas a la realidad abren la naturaleza y la expresan de manera diferente; pero remiten también a las tipificaciones del santoral y el monumento/homenaje, pareciendo aludir una y otra vez a sujetos ejemplares, arquetipos de la fe, la constancia, la virtud, la sabiduría o del dolor y el sufrimiento. Ángeles a cuyo alrededor empieza a cristalizar algún milagro; aunque sea el de la sofocante belleza de algunos rostros, como ocurre con la segunda versión de la serie Angélica. Por este origen sincrético y su indudable heterodoxia, la pintura de Melguizo resulta un tanto inclasificable, indudablemente rara, al pairo de las modas imperantes en nuestra escena artística homologada internacionalmente. De todos modos, el prodigio que se apunta a cada paso en estas pinturas pero que nunca se alcanza a ver completo, consumado, aglutina muchos elementos disidentes y heterogéneos, en principio discordantes entre sí aunque por separado sean de sobra plausibles. De aquí el tono tenso –extático- que alcanzan las mejores pinturas de Melguizo, donde todo está a punto de cambiar con violencia, aunque sea precisamente la incursión de nuestra mirada en su seno lo que parece responsable de tal efecto de ralentí (esa forma contemporánea de la tragedia), la detención de la acción, la suspensión del sentido…

Si no hay desenlace es porque la mirada no agota todos los “síntomas” de la escena. En las de mayor complejidad compositiva y argumental el artista nos deja absolutamente desamparados para saber qué papeles adscribir a unos personajes que se relacionan entre sí de manera tan intensa como distante. Sin duda íntimos lazos los han de llevar a asistirse en el parto, verse desnudos tan cerca unos de otros y en posturas procaces, sentarse juntos a la mesa para compartir una comida terrible, pasar el tiempo de ocio o viajar en grupo; y sin embargo es como si tales vínculos emocionales se hubieran disuelto, deviniendo la comunicación entre todos ellos imposible. Babélicos conglomerados donde lo más salvaje puede estar salpicando a sus asistentes sin que ninguno de ellos parezca al cabo participar realmente del acontecimiento, y nada de lo que ocurre, por muy maravilloso o terrible que sea, lo involucra por completo. Es un efecto de collage sorprendente que tensa más aún si cabe la psicología de estas figuras más vinculadas pues al enigma que a lo incongruente.

Pero si no hay desenlace es sobre todo porque en el acto de pintar Javier Melguizo huye él mismo de enfrentarse al cuadro como algo que debe ser concluido a partir de una historia, unos límites, una técnica o una idea estética preconcebida… En un escrito muy emocionante e íntimo, el artista confiesa cómo “cuando pinto, mis pensamientos ceden y mueren. Deseo que los pensamientos del que mira mi pintura puedan también cesar, aunque sea por unos instantes. Cuando el pensamiento cesa por un momento, eso ya no es un momento, porque el tiempo ha sido abolido. Es un instante de eternidad.” He aquí sin duda la razón de ese fenomenal ralentí, de esa suspensión que he estado señalando; pero quizá también de la inesperada y paradójica preminencia que adquieren la carne y los cuerpos en toda su pintura como entes desvitalizados y a la vez intensamente activos, significativos. Los cuerpos en su obra reciente, incluidos los retratos más “puros”, tienen algo fantasmagórico, irreal, que invirtiendo la etimología loca del Nosferatu nos llevaría a verlos como no-vivos. Casi inertes, suponemos que arquetípicos, exangües, y sin embargo presa de una existencia dinámica interna muy intensa pero estática, donde la sexualidad y el dolor se palpan, son encarnación de una agitación espiritual incesante; el máximo movimiento con el mínimo de energía (el sueño de la Modernidad); carnes de fieras abatidas…

“Todo lo que he pintado es una derrota ante la vida, y así he de asumirlo –dice Melguizo en otro de sus escritos-. Es fracaso porque intenté poner orden en lo que ya lo Es por su propio Ser; intenté configurar y así maté las formas que antes de mi creación ya estaban vivas; intenté la belleza desde el control y así ahogué la belleza inesperada; traté de comprender y añadí otra frase vieja a lo ya sabido. Crear es asumir esta derrota, aceptar la inutilidad del acto, como arrojar agua al mar, y en su inutilidad es el intento, y no el resultado, lo que vuelve útil el acto. El intento fallido revela lo que es humano y nos alza al nivel del espíritu.” Reconocer tamaña derrota para, a renglón seguido, seguir pintando. Bien hecho, Javier: las palabras y las cosas se ponen en contacto sólo a través del propio cuerpo. “Como todo, la pintura mata”, decía Alcolea; “ver mata”, añade Pascal Quignard… pero en la fascinación, ser visto es también ser devorado. Pues que así sea.

Naz de Abaixo, Lugo, septiembre de 2023

Texto sobre la exposición VISIONES DE LO INVISIBLE (PINTURAS 2021-2023). JAVIER MELGUIZO. Centro de Arte Contemporáneo Nidart. Octubre 2023, Barcelona.